jueves, 10 de abril de 2008

El Auto

Esto que te cuento realmente sucedió. Eran las nueve de la mañana en junio, allá por la época de las manzanas en conserva y los elotes con mayonesa. Me levanté y como de costumbre me preparé mis Lucky Charms con leche descremada y un buen de azúcar. Mientras disfrutaba mi desayuno, en mi cabeza seguía la imagen del auto que me estuvo molestando toda la noche. Nunca había tenido un sueño tan extraño como ese: un auto amarillo, un Volvo cuatro puertas que tenía vida propia, un auto que había aparecido en mi recamara, con pijama y toda la cosa, queriendo formar parte de mi familia de duendes. Raro, un sueño raro.

Terminé mi cereal, me tomé hasta la última gota de leche azucarada, me puse mi atuendo de los martes y mis botas espaciales. Era un día no normal, era el día en el que iba a recibir mi premio al duende más triste del año. Genial, diría mi padre.

Cuando abrí la puerta de la casa ¡Ahí estaba el auto! ¡El auto con el que había soñado la noche anterior! Me quede boquiabierto, en shock. Y como si nada se acercó el amarillo con llantas. Me saludó y me dijo que sólo quería platicar conmigo unos años.

Hablamos un poco y me invito a subir. Subí, con miedo pero subí. Por dentro era diferente, era un auto con tintes de nave espacial. Con controles extraños, con mangueras que transportaban un líquido viscoso parecido a una gelatina derretida de sabor frambuesa. Que auto tan raro, un auto raro. Tenía el aire acondicionado mas fuerte del continente, parecía un congelador. Solicité un aumento en la temperatura y en un abrir y cerrar de ojos el auto se convirtió en un festejo playero. Del techo del auto salió una especie de sol, una estrella, como un foquito incandescente, más bien.

Un motor de 20 cilindros con más de 1500 caballos de fuerza. Y enfilamos a la carretera. Me sentía extraño. Siempre he sido un duende muy conservador, muy cauteloso, muy callado, muy, así, muy así. Y así, con cautela, le pedí al auto que me dijera su nombre, a lo que me respondió: “llámame Pacino”. Sonreí, y el auto molesto, me regañó con el claxon y me pidió que no me burlara de su nombre. Me explicó que su padre siempre había querido tener un auto varón para ponerle como su actor favorito. Y después de varias camionetas, por fin llegó Pacino, Al.

Raro. Estaba platicando con un auto. Loco. Por un momento pensé que seguía soñando, pero cuando llegamos a la estación de servicio y compré un par de donas, supe que era lo que era, que era un día no normal. Que no era un sueño, ni una película mal editada con música hipócrita de fondo. Era solamente un día con un auto que hablaba.

Llenó el tanque, arrancamos con rumbo desconocido, o por lo menos para mi era desconocido. Pacino me comentó que ya nos habíamos visto anteriormente. Me confesó que se dedicaba a exportar tristezas a países felices. Me dijo que era un buen negocio, pues las bolsitas de lágrimas con sal, se vendían como pan caliente. Buen empresario Pacino, buen.

Me dijo que había estado explorando mis malos ratos. Me pidió que fuéramos socios. Me confesó que tristeza como la mía, jamás la había visto, y me aseguró que era algo con lo que podíamos ganar mucho dinero.

De inmediato le dije que mejor hiciéramos un trato. Le ofrecí que por un segundo diera vuelta al volante, y regresara por el camino del atrás, por la colina del regreso. Se que era un camino muy peligroso, pero así de pronto, sólo quería verte. Arriesgado, comentó. Haremos el intento.

Al llegar a la entrada del camino, me coloqué un chaleco blindado para protegerme de los apretones del pasado, esos que te dejan sin aire, y sin poder pensar. Te pueden dejar loco de por vida.

La otra parte del trato, me pidió Pacino, será que veas lo que no hiciste, que te des la mano una y otra vez. Que te saludes, y te des golpecitos en el hombro, burlándote de lo mal que jugaste, atrás, allá atrás. Me pidió que al verte, me quedara sin hablarte, sin darte excusas. Trato hecho.

Llegamos, y al verte, el chaleco no soporto. Y aquí estoy, contándote esta historia, que te juró que pasó.

No hay comentarios: